Luz Helena
Caballero

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“Para que todos me vean, sin velo estoy descubierta”

por: Daniel Castro Benítez
Artista e historiador

“Sobre el altar mayor se colocaron […] los nuevos hábitos de las tres religiosas y de las demás doncellas que entraban al convento; sobre ellos roció el prelado el agua bendita y declaró que esas ropas eran símbolo de la humildad del corazón y del desprecio del mundo según lo que manda el pontificial de los obispos. Vestidas ya con el burdo sayal franciscano, entraron las nuevas religiosas al convento, mientras la concurrencia admiraba una vez más la hermosura de la nueva fábrica.”

De esa antaño admirada hermosura, solo un vestigio se mantiene indemne; el templo de adusta fachada y un muy engalanado espacio interno de larga nave, numerosos nichos y artesonados y el esplendor de un florido cielo estrellado. ¿Qué fue de esas tres primeras monjas, y de aquellas que con el paso de los años ingresaron al convento buscando, al término de sus devotas vidas, consumar el encuentro definitivo con el amado esposo? Coronadas con flores, de la misma forma en que muchas llegaban a este espacio, celebraban a su muerte su matrimonio místico. Hoy, algunas seguramente yacen en la cripta, donde solo escuchamos el silencio de sus despojos custodiados bajo la lápida de piedra que anuncia la entrada a este espacio junto a algunos datos sobre su construcción, concluida en 1647 y que debemos a un encargo de los benefactores del Convento.

 

Trescientos setenta y cinco años han pasado desde entonces, y con ellos el tiempo y sus historias. Muchas de ellas dejaron su impronta en un extenso acervo de piezas devocionales cuyos mensajes aún podemos escuchar o interpretar. Siguiendo ese camino, los creadores de nuestro tiempo entran en diálogo con esos mensajes de evangelización materializados ya en pigmentos sobre madera, lienzo o cal; ya en volúmenes tallados, ensamblados y estofados cuidadosamente, y conservados con esmero y dedicación.

 

Luz Helena Caballero me ha hablado acerca de sus motivaciones, sus referencias, sus sendas para llegar a lo que hoy tenemos ante nuestra mirada, de la misma forma que me ha compartido las palabras escritas por ella en un texto que primero tituló En su lugar y luego Mantos-Montes. Desconozco si su intención final al elaborar este conjunto de nuevas obras hubiera sido el de exhibirlas en el hoy Museo Santa Clara. Creo, más bien, que esto ha sido producto de esas afortunadas coincidencias, donde lo que se piensa y realiza termina efectivamente encontrando su lugar más propicio. Es por ello que no deseo desprenderme de su intención original por una sencilla razón: sus obras terminaron encontrando su debido lugar en el antiguo templo de Santa Clara y no de manera gratuita. Sus Mantos-Montes nos sorprenden por varias razones. Para mí, la primera intención tiene que ver precisamente con la última a la que ella se refirió en nuestra conversación previa a la escritura de este texto. Los mantos y los montes se vinculan de manera sutil y cuidadosa con tres conceptos que se entrelazan en un lugar como este: monasterio, monja, mujer.

 

Ahora bien, durante la Colonia, la mujer muchas veces carecía de la dote suficiente para contraer matrimonio; en tales casos, era probable que ingresara a un convento. Allí dedicaría su vida a prepararse para desposar, más que a un hombre de carne y hueso, a un ser incorpóreo —acaso ideal. Un esposo místico hacia quien, según la norma monástica, debía profesar amor absoluto y desinteresado, por quien, en consecuencia, debía sufrir tanto anímica como corporalmente. Cilicios, castigos, llagas y heridas demostraban, de acuerdo con las creencias religiosas de entonces, ese amor incondicional al que se entregaban las monjas recluidas en espacios monásticos cerrados, herméticos.

 

Tal forma de vida terminaba otorgándole a estas monjas cierto estatus dentro del cuerpo social de la Colonia: por una parte, el de la mujer abnegada y entregada en plenitud a un ser que, hecho hombre por la gracia divina, retornó de nuevo a ser espíritu tiempo después de su resurrección; por otra, el de figura ejemplar, pues esta mujer, aunque enclaustrada y alejada de los “peligros del mundo” —vulnerable y sufriente para nuestra percepción actual—, también podía convertirse en un modelo de comportamiento, un referente de vida. Aunque pocos, se conocen también casos en los que estas religiosas se hacían dueñas de una voz propia, capaz de alcanzar reconocimiento y admiración. Sabemos, por ejemplo, en la Nueva España, de sor Juana Inés de la Cruz con su profusa obra literaria o de sor Jerónima de Nava y Saavedra, en la Nueva Granada, con su Autobiografía de una monja venerable. Cierto: en tiempos coloniales tener una hija monja constituía un honor para la familia. Ese aislamiento y encierro eran una clara sustitución de la vida mundana por la certeza de alcanzar una gloriosa vida eterna, que se trabajaba y construía cotidianamente entre las paredes del convento. Sin embargo, a esta forma de vida se llegaba, en no pocas ocasiones, por coacción, más que por plena y absoluta convicción.

 

Más de trescientos cincuenta años han pasado desde el ingreso solemne de aquellas primeras mujeres al Convento de Santa Clara; con menos solemnidad que otrora, la performer Simona Simo irrumpió recientemente en la Catedral Primada de Bogotá, en medio de un oficio religioso. Integrante de una Red de Artistas en Resistencia (RAR), Simo hizo escuchar un reclamo concerniente a las prácticas del catolicismo y un mensaje político de reivindicación femenina que ha sido tan criticado como defendido. Entre quienes respaldan la acción performática de Simo, además de identificarse con su mensaje, afirman que, si bien el lugar de culto es un espacio de recogimiento, también lo es de comunidad. La iglesia, dicen, tiene una eminente función social, lo cual fue aprovechado por la performer para alzar su voz con vehemencia, sin por ello pretender causar daño alguno en persona o bien ajeno.

 

En consonancia con la performance de Simo, si bien pronunciado en tonos de muy diverso carácter, Luz Helena Caballero recoge parte de este mensaje de resistencia y crítica y lo sitúa en un lugar que alguna vez fue un espacio consagrado: la exiglesia del Convento de Santa Clara. La propuesta plástica de Caballero traduce dicho mensaje en términos asordinados y poéticos, pero no por ello menos contundentes y eficaces.

 

Cómo traducir hoy en día las condiciones de encierro, subordinación y obediencia, cuando desde hace décadas la voz femenina se ha vuelto más potente, más insistente, más necesaria, para recordarle a la sociedad que, eso que obligaba a las mujeres a callar debe ser develado, debe ser denunciado, debe ser reiterado para evitar su naturalización y acomodo. Cuáles son los códigos de restitución mediante los que el arte nos puede presentar los vasos comunicantes que unen a las monjas de ayer y hoy con la condición de mujer. La figura de María, madre de Dios, constituye parte de la respuesta. Repetidamente engalanada de todas las formas posibles en su representación devocional, rodeada de ángeles, santos y flores, de signos y mensajes: María se nos muestra como templo, fuente, torre, lirio, ciprés, estrella y río, entre muchos otros aspectos.

 

En este ejercicio de develación de condiciones tradicionales de opresión y encierro femenino, en el corazón de la propuesta de Luz Helena la imagen de la mujer se nos muestra, precisa y paradójicamente, bajo el aspecto de una entidad natural: como monte, montaña, huaca o cerro. Así, en su obra, reconocemos referencias a la Virgen de la pequeña localidad extremeña de Guadalupe en España, la denominada Virgen de Pomata, coronada de plumas, o a la llamada Virgen del Cerro, evocación del rico cerro de Potosí. Estas vírgenes coloniales, adoptan invariablemente una forma triangular, que se me antoja podría estar vinculada a la representación trinitaria. Así, en estas iconografías, la Virgen se convertiría en un lugar de convergencia entre el Dios Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, quienes llenan su cuerpo a partir de esa “suma teológica” de la Encarnación. De este modo, la divinidad también habría encontrado su lugar en la naturaleza.

 

Estas sincréticas imágenes de vírgenes engalanadas con profusión, cubiertas de ornamentos, telas y brocados se ven finalmente convertidas en montañas. Descubrimos, sin embargo, que especialmente en los casos de la imaginería escultórica, bajo tanta opulencia de ropajes y boato, lo único que subsiste es un espacio vacío, delimitado por una armazón cónica de madera o metal. Es aquí donde Luz Helena encuentra un punto de quiebre determinante para el desarrollo de las obras de Mantos-Montes. Las estructuras que elabora para dar forma a ese vacío le permiten, por una parte, recoger las múltiples interpretaciones sincréticas de la mujer-montaña; por otra, le permiten enunciar poéticamente el encierro y la prisión a la que se han visto sometidas las mujeres a lo largo de la historia. Sin embargo, al despojar sus armazones de eso que las cubre, Luz Helena libera lo femenino de ese peso que parece ahogarlo.

 

Si bien su intención de reivindicación como mujer nunca será panfletaria y vociferante, sí nos permite evocar el desprendimiento de las prácticas de intimidación e incomodidad a las que la mujer se ha visto sometida, cuando ella en su práctica artística despoja de esas capas superpuestas esa figura femenina, para con ello devolverle el aire y la libertad. Dicho despojamiento es elocuente e igualmente poderoso en su resonancia y efecto, porque, a mi juicio, termina mostrándonos eso que aparentemente no se ve, el alma. En sus 58 indicios sobre el cuerpo, Jean Luc Nancy dice que el alma es la forma del cuerpo, el espíritu es la fuerza que produce el alma y por lo tanto el cuerpo es la forma expresiva del espíritu. En estas obras presentes en la templo del antiguo y desaparecido Convento de Santa Clara, convergen alma, cuerpo y espíritu femenino. Luz Helena ha identificado una preocupación y un mensaje que le da alma a sus obras. Mujer y madre. La primera relegada por siglos a un lugar subsidiario. La segunda, garantía de supervivencia de la especie humana. Las dos adoptadas por la fe católica para convertirla en María, mujer y madre, plena de atributos que devienen en reina de lo creado y ámbito de consuelo e intermediación divina.

 

A partir de aquí, el espíritu que aviva estas obras y da forma al alma artística de este conjunto es una preocupación que además de plástica es política y social. Y por consiguiente, el cuerpo de esta obra le da forma al espíritu que en la tradición bíblica es origen y punto de partida. Acudiendo una vez más a Nancy, señalo que “el cuerpo es una envoltura que sirve para contener lo que luego hay que desenvolver”. Ahora bien, en Mantos-Montes este cuerpo se torna femenino en cuanto deviene en ser natural, montaña o “huaca”, ya sea como deidad numinosa y a la vez lugar sagrado, ya sea — como cerros vivos y muy poderosos por su gran energía o ya como templo consagrado a una deidad excepcional. Huaca como roca excepcional, junto a lagunas, manantiales o cuevas, al decir de Carlos Rincón. Fuentes de vida, naturaleza en plenitud. Sin embargo hoy, lo mismo que sucede con la mujer, esta naturaleza se ha visto mancillada, horadada, herida, ultrajada.

 

Luz Helena no deja de observar las montañas y parte de ellas, pues marcan indefectiblemente un límite, pero también una posibilidad. Esta última ha sido el inicio de su exploración más reciente, aquella que hoy tenemos ante nuestra mirada y que permitió que sus reconocidas y bien construidas imágenes bidimensionales se conviertan en estos montes cónicos triangulares, trinitarios, ascendentes, tridimensionales, que pueden ser rodeados y transitados gracias a su expansión en el espacio, para señalarnos ese espacio vacío que deja el contorno ya invisible de su anterior recubrimiento. Así como las huacas dejaron de estar en las fuentes, los ríos, los árboles, las piedras y las nubes —dice nuevamente Carlos Rincón—, la huaca entró en el cuerpo del indígena, que de ese modo era huaca. Se le pintaba el rostro, se le acomodaba en un espacio delimitado y la población entraba a adorarlo, invocando a la huaca que representaba: Mujer-Manto-Monte.

 

En esta oportunidad, Luz Helena Caballero nos invita a volver a observar los montes que enmarcan nuestra ciudad. A ver, como lo ha hecho con las imágenes marianas, a través de ellos, sin su cobertura vegetal: despojados de su carga y de su peso. Con ello, busca identificar y representar lo diáfano y transparente de su interior. Ella establece en esta acción creativa el diálogo silencioso entre alma, cuerpo y espíritu.

 

Hoy, Luz Helena Caballero despliega sus obras en el Museo Santa Clara, como en su momento lo hicieron las primeras monjas y demás doncellas que entraban al convento con sus hábitos. La diferencia —esta de tiempo y memoria— es que se encuentran despojadas de su pesada materialidad. Lo que se despliega no es ya el burdo sayal franciscano. En su mayoría, circula el aire que, paradójicamente, permite ver el encierro de esta “prisión del vestido”, en la que solo los colores evocan los ornamentos, cintas y adornos que en otras épocas cubrían lo que hoy ya no está oculto y que remiten a esas cimas que resguardan, pero que también se convierten en obstáculo y barrera.

 

En nuevo ascenso hacia la cumbre de esos montes, empinados en pendientes cónicas o triangulares, el aliento se nos torna agitado y pulsante; con ello, algo se queda del alma y el cuerpo. Este despojamiento poco a poco nos vuelve livianos y nos permite reconocer con ello que el alma, el cuerpo y el espíritu (esa otra trinidad misteriosa) de estos Mantos-Montes, pudieron ser traducidos artísticamente para entonces encontrar su lugar.

 

Entonces, la experiencia de nuestros encuentros, ascensos y descenso por Mantos-Montes, nos trae, evocadora, aquella frase del Réquiem por una monja, de William Faulkner, trescientos setenta y cinco años después “el pasado no es algo muerto. Ni siquiera es pasado…”

 

1. Verso dedicado a copia de la escultura de la Virgen del Campo pintada al fresco en la Recoleta de San Diego en Bogotá. Citado en Olga Isabel Acosta, “Milagrosas imágenes marianas en el Nuevo Reino de Granada”. Iberoamericana 2011. Madrid. Pág. 178.

 

2. Citado en Germán Franco Salamanca, “El convento de Santa Clara en Santafé”, en “Templo de Santa Clara Bogotá” (Bogotá, Colcultura, 1987) Pág. 29. Según el Diccionario de autoridades, la palabra ‘fábrica’ “se toma regularmente por cualquier edificio suntuoso”.